Los filósofos no se ponen de acuerdo a la hora de dictaminar eso que ellos denominan “lo real” y que llamamos “realidad” la gente de la calle. La percepción sensorial es un proceso harto complejo, pero si a eso añadimos la vertiente intelectiva del homo sapiens la complejidad se hace exponencial. De ahí la impotencia histórica a la hora de consensuar un universo de percepción unitaria, homologada y las cotidianas alusiones a la “subjetividad”, al punto de vista personal, etc. Enterrado el último mito de la objetividad positivista, la posmodernidad ha reconocido la limitación de nuestros mecanismos gnoseológicos para convertir lo real en múltiples realidades pensadas.
Pero una cosa es eso y otra muy distinta no mantener un cierto rigor a la hora de interpretar los acontecimientos que se suceden en nuestro exterior. Para ello las ciencias han organizado sus respectivos dispositivos hermenéuticos y también las profesiones han establecido unos criterios deontológicos rigurosos.
Pero lo que se da por supuesto en otros campos de la sociedad, en la res publica parece especialmente difícil de encontrar en el Ruedo Ibérico. Nuestros políticos, escudados en su aforamiento democrático, pugnan por lanzar sus relatos sin afán de contraste y sólo al servicio de sus intereses partidistas. Esto, que es extensible a casi toda la casta electa, llega en el ámbito de la derecha española a cotas delirantes. El PP, impelido por unos resultados electorales del 2004 nunca asumidos, ha estado durante toda la legislatura lanzando bulos, urdiendo conspiraciones y haciendo palidecer a la mítica “Antoñita la Fantástica”. Para ello ha contado con la inestimable colaboración de destacados partidarios del llamado “periodismo de investigación”, que tras numerosos fiascos podríamos mejor denominar mala literatura del género conspiratorio.
La derecha se ha querido inspirar en las exitosa campañas de los storytellers que han asesorado con éxito a los republicanos en Estados Unidos (conseguir la reelección de un oligofrénico es todo un récord de mercadotecnia política), pero ha traspasado los límites de la verosimilitud de manera grosera e insultante el espectador inteligente. Una cosa es extraer historias a partir de los acontecimientos políticos y otra muy distinta inventarse hasta los propios sucesos de partida. La derecha ibérica, convencida de sus seculares derechos a ostentar el poder, quiere acabar con este nuevo, injustificado “paréntesis socialista” como sea. Si para eso hay que “cambiar la realidad”, se cambia. ¡Eso es lo que hizo Franco en 1936!
El autoproclamado “centro derecha” hispano es como un niño al que como no le gusta la realidad y se inventa otra virtual desde su play station. Pero lo grave no es ese ejercicio de solipsismo virtual, sino la pretensión de imponer a todos el lúdico delirio. Por eso los “cuentos virtuales” de la derecha no se presentan como historias sugestivas, seductoras, como la de los storytellers neocom, sino como algo verdadero, incuestionable y esencial, que para eso son católicos y tienen la razón secular y económica de su parte. Yo quiero pensar que los españoles somos ciudadanos inteligentes y maduros y que nos gusta contrastar los datos exteriores con nuestra personal play station. Pero esto lo comprobaremos el próximo 4 de marzo.
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